Texto y fotos: Palu Camilli.
Las capas de ropa y la retina inundada de paisajes, el atardecer
prematuro y el disparo certero (que a veces no lo es tanto). Porque las
fotos salen pero las emociones, por momentos, quedan atrapadas por
detrás del obturador. Es difícil retratar cómo uno vive un viaje. La
adrenalina de fotografiarlo todo, contenerse y recordar que no es
necesario intentar hacer algo diferente, crear una película imaginaria
donde cada imagen es un fotograma.
Lo que mejor me llevo es Alaska, nunca si quiera lo soñé pero estuve
ahí, la nieve en la cintura y el aire gélido congelando los pulmones,
porque es frío, muy. Tengo que ser sincera: la aurora boreal no me
deslumbro tanto como pensé que lo haría. Quizás fue justamente eso, la
expectativa.
Me enamoré del blanco impoluto que recubre todo lo que en Fairbanks
existe, porque la nieve baña absolutamente todo, desde las copas de
los árboles hasta los autos estacionados en la calle. La mañana llega
tarde y la noche demasiado temprano, son cuatro horas de luz que vale
la pena aprovechar.
El cañón del colorado duele de lo inmenso, y San Francisco con sus
calles empinadas, hace que transpires aún cuando para salir a la calle
necesitas dos camperas. En la memoria me llevo la caminata solitaria a
las 11 de la mañana por Chelsea (Nueva York) y las ganas de
quedarme a vivir ahí, en alguna casa con ladrillo a la vista y una florería
en frente.
No existen fotos de los lugares más icónicos, no sabría como
fotografiarlos sin que sean una simple descripción figurativa. En las
fotos me veo a mí, impresa en el momento, y es eso lo único que intento
lograr con ellas.