La noticia del mes iba a ser, casi sin atenuantes, la victoria electoral del magnate neoyorquino, Donald Trump, como nuevo presidente de los EE.UU.
Algo por demás importante si se tiene en cuenta que el ahora electo candidato arribó a destino desde las risas y la burla de la prensa y en medio de una de las campañas más surrealistas de la historia del país del norte, con alevosas muestras de misoginia, racismo, y mentiras lisas y llanas por parte del empresario inmobiliario.
Aunque esta historia todavía resuene en nuestros oídos y a pesar de que muy probablemente sea de mayor impacto al futuro, lo cierto es que noviembre se despachó con una seguidilla impresionante de noticias, de diferente índole y valor, pero todas históricas y de gran peso. Tal vez las tengamos algo desordenadas en nuestras mentes aún, pero todos sabemos cuáles son: la muerte de Fidel Castro el 25, la victoria de la Copa Davis por el seleccionado argentino el 27 y tragedia del avión LaMia 2933 el día 28, que se llevó la vida de virtualmente todo el plantel del equipo brasilero, Chapecoense, antes de la final por la Copa Sudamericana.
A cada uno le habrá afectado de diferente manera los sucesos, y a cada quién le habrá quedado fijado una de tres imágenes poderosas en la retina.
Los funerales del gran dictador cubano, que ocurren aún mientras se escriben estas líneas, sacudieron a la célebre isla de cabo a rabo. Polémico para algunos, nefasto para otros, heroicos para el resto, Fidel Castro fue acertadamente descrito por la expresidenta Cristina Kirchner como el último líder moderno. Con él se muere una estirpe de comandantes que se forjaron al calor de la Segunda Guerra y definieron sus roles y los de sus naciones durante la guerra fría, que debatieron, lucharon, mandaron y mataron según las viejas y románticas ideologías de la ilustración. Después de la caída del muro, su liderazgo se resumió en el aislamiento y la redundancia de viejas consignas, y el nuevo milenio lo encontró y lo mantuvo alejado del poder real, pero activo en el poder simbólico.
Hombre enorme de un carisma jovial y un pragmatismo agudo, solo él pudo llevar a su nación a rebelarse frente a la dictadura conjunta que ejercían Fulgencio Batista y los EE.UU. Y luego, cuando sus hazañas lo habían puesto en el gobierno, solo él pudo dirigir a ese pequeño país del caribe a convertirse en uno de los grandes actores del teatro internacional del siglo XX. Mucho de lo que se supo sobre Fidel en occidente, debió pasar siempre por el doble tamiz de su propio aparato de información y luego por el de las mentiras y tergiversaciones de Miami. Se fue el último protagonista de una era más violenta y más valiente, donde al compromiso se lo pagaba con tributos de sangre y al poder también.
Argentina lucho por su primera Copa Davis desde los tiempos legendarios de Guillermo Vila, cuando la televisión prefería pasar siempre un partido de fútbol a mostrar finales de tenis. Vilas y “Batata” Clerc nos representaron en el `81, lo mejor que la Argentina tuvo para mostrar en muchos años en este deporte… solo que en frente tocó el EE.UU. de John McEnroe. Veinticinco años después volvimos, decididos a sacarnos la espina. Todo era perfecto, el rival era relativamente leve, como lo era Rusia en 2006. Cierto, con Safin y Davydenko a la cabeza, pero nosotros teníamos a Chela, Callera, Acasuso y Nalbandián, todo en un gran momento. No pudo ser por un cerrado 3-2.
Ni hablar cuando tocó España, dos veces en 2008 y 2011, durante el apogeo de Rafa Nadal, ambas 3-1, sin atenuantes. Del Potro las jugó en las dos.
Por eso dio tanta alegría ver a los muchachos de Orsanic, encabezados por Delpo y secundados por dos heroicos Meyer y Delbonis, levantar la copa. Sobre todo porque marca el fin de una malaria nacional en el deporte que nos hacía llegar a todas las finales y nada más. Esto fue el adiós al “argentinos, mejores finalistas del mundo” y un “bienvenidos nuevamente” a los campeones.
Por último, la tragedia del Chapecoense de Brasil, dejó al mundo con un nudo en la garganta. Una historia que parecía salida de una novela encontró un final igualmente literario, solo que éste fue desgarradoramente real, indescriptiblemente cruel.
Un equipo pequeño de las entrañas del sur catarinense, recién ascendido y en medio de una gesta heroica y orgullosa por la Copa Sudamericana. Tenía todos los ingredientes de la cenicienta: club barrial, obrero, con una dirigencia humilde pero ordenada, ejemplar. Jugadores veteranos mezclados con jóvenes promesas, mucha garra gaúcha, algo de ginga, mucha camiseta transpirada para llegar a donde llegaron. Empezaron desde abajo como “equipo ridículo” que debió ganarse el respeto vapuleando a una leyenda internacional como es Independiente de Avellaneda y otro pesado argentino como San Lorenzo, con un arquero Danilo figura indiscutible.
Veintidos jugadores subieron al vuelo LaMia 2933, también subieron los dirigentes responsables y el cuerpo técnico culpable de llevarlos a la final. Solo seis sobrevivieron. El mundo, consternado, dio muestras de una solidaridad que hace mucho no se veía en un deporte que se había vuelto mezquino, corrupto y decadente en los últimos años. Equipos de todo el mundo ofrecieron sus jugadores. Atlético Nacional, el rival en la final, pide que les entreguen la copa y se niega a recibirla o siquiera competir por ella. Sus colegas en el Brasileirao piden que el club no descienda por tres años al menos. Todos son verdes. Todos son del Chape.