Este 20 de junio falleció a los 61 años el escritor, editor y columnista, Juan Forn. Con una amplia trayectoria dentro y en los alrededores de la literatura argentina, su pluma semanal supo dejar más de una enseñanza inesperada. En este breve artículo te contamos la nuestra.
No recuerdo cuando pero recuerdo cómo fue que descubrí que Juan Forn mentía. Yo como, como tantos, había acudido sediento a las columnas de los viernes que atesoraba como uno de los mayores placeres de la semana. Fue tal la adicción que, como digno hijo de la era Netflix, sentí que necesitaba buscar más y ya por entonces hurgaba en los archivos pasados de Página/12 por más. Por todo cuanto fuera posible.
Para mí esas columnas eran un placer no solo por la narración impecable y atrapante, sino también por la historicidad de las anécdotas: desde las aventuras de un sádico oficial ruso por las estepas de Mongolia, al hombre que escribió una enciclopedia desde un manicomio o las peripecias en la vida del escritor de Bambi; para un fanático de historia universal, esas anomalías fantásticas en medio de la realidad era algo perfecto.
Pero sucede que en una buena historia de bandidos, tarde o temprano el pícaro tiene que enfrentar las balas. A la corta o a la larga no queda otra. Y en el caso de Juan Forn y sus columnas, ese momento llegó el día que leí su columna sobre los destinos del Negro de Banyoles.
El Negro de Banyoles es una macabra historia sobre lo que ocurrió con los restos mortales de un nativo africano, secuestrado, asesinado, embalsamado y expuesto en ferias y carnavales hasta que recayó en un museo en Bañolas, España y tras fuertes protestas de organismos y países, sus restos fueron repatriados y enterrados en su tierra natal.
Forn hace de esta, la historia de un viaje fantástico e indignante de un cadáver de alguien que no fue respetado ni en la vida ni en la muerte, pero es sobre el final, cuando relata el caótico entierro oficial en suelo de Botswana, lleno de tintes surrealistas, que se luce más su pluma.
Otra lectura exquisita. Excepto que al poco tiempo me topé con el relato original, o al menos el relato que debió haber leído Forn para fabricar su columna. Es una crónica amplia y minuciosa de un periodista español. Los hechos son, en general correctos, pero cambian los diálogos, los interlocutores, los detalles. El veredicto era innegable Juan Forn mentía, su columna no era fiel a la verdad, torcía y amoldaba los hechos a su necesidad.
Si Forn mentía en este relato ¿No habrá mentido antes? ¿No habrá mentido siempre? Porque resulta que hacía mucho que Juan Forn se las arreglaba para traficar pedazos de ficción en el mundo. Ese era su delito, usar la realidad de la historia para intercalar fantasía.
Y aun así, a pesar de la victoria de la justicia, me di cuenta que me quedaba cien veces con la escueta columna de Forn que con la extensa crónica de El País. Me di cuenta que era esa dosis de magia, fabricada con un cuidado artesanal e hilvanada entre las hebras de los hechos lo que iba a buscar todos los viernes.
Sin haberlo conocido, Juan Forn me había enseñado que la realidad no sirve para nada, cuando uno escribe, si va a ponerle palos en la rueda a una buena historia. Y así, como los bandidos de las buenas historias, Juan Forn se escapó de las garras de la ley para volver a atacar otro día.
Gracias Juan por tantos años de lecturas brutales.