Flagelo de príncipes, satírico imbatible, delincuente ilustrado, señor de la noche. La figura de Pietro Aretino es una perla fascinante que bien describe una época de luz, arte y excesos como pocas.
A lo largo de la historia existen personajes que sorprenden por el tamaño de su personalidad, tan expansiva y libre que incluso habiendo nacido en épocas tan remotas a la nuestra igual hubieran podido entrar por la puerta grande de un Estudio 54 o participar de una noche de joda con los ricos y famosos de nuestro días. Estos hombres y mujeres fascinan porque nos abren una ventana al mismo mundo de riqueza, poder y consumo que buscamos en revistas y blogs o siguiendo influencers de lifestyle en redes sociales. La diferencia es que estas personas vivieron hace 500 años.
Posiblemente el más interesante de estos animadores de la vida social del pasado fue Pietro Aretino, un hombre insaciable en todos los aspectos de la vida. Era el Aretino alguien dado a las pasiones, creativo y decadente, inteligente y profano, simpático y lujurioso. Sería llamado tras su muerte como el azote de los poderosos pero viviría sus noches frecuentando cortes y tertulias.
Pietro nace en el año de la llegada a América de los españoles, en la ciudad de Arezzo, en la Toscana (de su apodo de “aretino” u originario de Arezzo). Fue hijo de un humilde zapatero que abandonó a su familia cuando Pietro era muy chico. Su madre tuvo la fortuna de entrar en una relación con Luigi Bacci, capo de una familia aristocrática de la ciudad y a su hijo se le abrió la posibilidad de una educación formal de calidad –“hijo de cortesana pero con alma de rey”, diría luego con gracia de su propio origen.
A los 20 años se sabe que ya frecuentaba los círculos literarios y artísticos de la ciudad de Perugia donde se entrenaría como pintor, de hecho el propio Pietro se refería a sí mismo como un pintor en su juventud aunque su pasión por las letras le ganaría de mano. Poco tiempo después se traslada a Roma donde es adoptado por el grupo de artistas que frecuentaban al banquero y mecenas Agostino Chigi, entre quienes se destacaba el gran Raffaelo Sanzio, lo más parecido a una superestrella en esos días.
En esa época, Roma y toda Italia estaba viviendo en la cima del Renacimiento, con una cornucopia artística financiada por banqueros como Chigi, Della Rovere, Barberini y, sobre todo, los Medici de Florencia. Este mecenazgo se derramaría también desde la corte papal, muchos de cuyos Papas no solo pertenecían a la sociedad italiana sino que provenían de esas poderosas familias.
Los pontífices de aquellos años estaban acostumbrados a vivir como príncipes y gastaban cuantiosas fortunas en la dolce vita del arte, las fiestas y en mercenarios para pelear sus guerras. Ninguno era muy cuidadoso con su piedad cristiana, la mayoría tuvo hijos ilegítimos con amantes y ninguno ocultaba su admiración por la cultura pagana de la antigüedad. Tal era la decadencia romana de esos días brillantes que, cuando por amor a la variedad se elegía a algún sobrio Papa alemán, estos no duraban mucho; horrorizados por el ambiente bizantino del Vaticano, se morían pronto o se encerraban en torres a vivir como ermitaños.
El Aretino hizo lo que quiso en esta ciudad. Era fácil hacerse amigo de él porque no le hacía asco nada y era un excelente compañero de fiesta: intelectual y dueño de un amplio conocimiento cuando todavía era temprano; un bebedor imbatible y una amante insaciable cuando arreciaba la noche. Pero este hombre siempre iba un paso más allá.
Rápidamente Pietro se dio a escribir sátiras de los ricos y famosos, panfletos con versos ingeniosos que se burlaban de la alta sociedad, seguramente alimentados por el cuchicheo de las fiestas. Aunque amado y odiado a la vez, al Aretino se lo toleraba hasta que se animó a publicar sus 16 Sonetti Lussuriosi (sonetos lujuriosos) que acompañaban una serie de exquisitos grabados pornográficos de Giulio Romano.
La curia romana finalmente dijo basta ante tamaño atrevimiento y desterró a los autores de la ciudad eterna. Aretino entonces pasaría los siguientes años viajando y se sumaría a las tropas del capitán mercenario Giovani de Medici, un tipo inmenso y pendenciero más conocido como Giovani de la banda negra, a quien serviría como secretario hasta que una bala de cañón le arrancó la pierna y terminó muriendo de gangrena. Aretino recordaría que ni seis hombres podían sujetar al joven capitán mientras intentaban amputarle el miembro.
Pasaría luego a estar al servicio de Federico Gonzaga en la ciudad Mantova y del cardenal Giulio de Medici (futuro papa Clemente VII) de nuevo en Roma y a ambos serviría de la misma manera: escribiendo textos contra sus enemigos. Su pluma era feroz pero ingeniosa, lastimando en los secretos y los excesos de la vida de duques, obispos y generales. Todo fueron risas hasta que una noche fue emboscado por unos sicarios enviados por una de sus víctimas que lo apuñalaron en abdomen, le cortaron dos dedos de una mano y lo dejaron por muerto. Sobrevivió pero fue allí que supo que sus días romanos estaban terminados.
El resto de su vida se desarrollaría en Venecia, donde Pietro exploraría nuevas facetas: la crítica del arte por un lado (reconocido como el primero en esta disciplina) y también se convertiría en un amante legendario, alternando entre esposas, novias y prostitutas. Aretino era también bisexual, un hecho que afirmaba abiertamente en sus cartas con amigos, llegando a bromear que era “sodomita de nacimiento” y que solo debido a una rara aberración se había enamorado de una mujer y había tenido que dejar a los hombres. Todo eso dicho, vale mencionar, en una carta escrita a un cardenal.
Pietro festejaría con placer el haber encontrado hogar en Venecia, mencionando que era el “centro de todos los vicios, la ciudad anti-papal”. Liberado y seguro, encontraría en la Serenísima Republica una nueva forma de pagar sus considerables gastos: la extorción. Todo aquel que alguna vez se le acercó para pedirle consejo sobre vicios y vida libertina estaba expuesto a recibir una carta del Aretino pidiéndole “una contribución” a menos que quisiera ver sus secretos en algún poema suyo.
Un delincuente ilustrado, un genio de la sátira, un amigo de fierro, un rebelde incorregible, el señor de la noche. Aretino vivó orondo su vida hasta que morir infartado mientras, cuenta la leyenda, se reía de un rumor sobre la vida sexual de una hermana. Aunque fue escrito en vida y nunca estuvo sobre su tumba, un epitafio que le dedicó un obispo resume su personalidad: “Aquí yace el Aretino/ que abuso de todos menos de Cristo/ y al preguntarle se excusaba diciendo: nunca lo he visto”.