El corazón a mil. Las piernas tensas pero algo temblorosas. La mente concentrada y asustada, sin muchos pensamientos de aliento. No hay vuelta atrás. No ahora. Ya estoy a punto de hacerlo, no pienso claudicar en esto. Correr, correr, correr y…
El viento en la cara, el nudo en la panza, los pies que cuelgan. Ya está. Respiro y disfruto porque ya está. Estoy acá, nada tengo bajo control, salvo mi mente. La uso a mi favor. Respiro. Abro los brazos y vuelo. Vuelo y nada más. Vuelo y nada menos.
Desde hace un año que lo venía pensando. “Quiero animarme a volar en parapente”. En otras visitas a la provincia de La Rioja, tuve la oportunidad de subir hasta el Cerro de la Cruz, desde donde se practica parapentismo y aladeltismo. No podía entender cómo así, sin más, esos arriesgados armaban su equipo, entre risas y muy campantes, se lanzaban a volar con la misma seguridad con la que yo me lavo los dientes. No entraba en mi concepción de vida. ¿Cómo les puede gustar esa adrenalina? ¿Y si algo sale mal? ¿Y si alguno de esos hilitos se corta? Mi mente y sus limitaciones no querían ceder. Aunque en el fondo, el no animarme me hacía sentir cobarde. El paisaje era imponente, con sus montañas y cóndores que parecen invitarte a la aventura. Imaginaba lo maravilloso que debe ser volar así y me empezaba a entusiasmar la idea. El miedo ese que me llenaba de dudas y motivos para no hacer algo arriesgado, me daba bronca e impotencia.
A esto se le suma la tribuna. ¿Quiénes? Los que ya volaron alguna vez y te tratan de incentivar diciendo: “No pasa nada, no seas miedosa”. Claro…como si ellos no hubiesen estado mega asustados antes de hacerlo. ¡O peor aún! Los que jamás se animaron y envueltos en un manto de excusas te llaman cobarde.
Así las cosas, hasta que después de muchos meses de pensar, meditar y masticar la idea, decidí volar. Me impulsaba la necesidad de saltar barreras, de soltar los miedos y ese espíritu cobarde que tantas veces y en otros planos de la vida, me frena y oscurece. “Basta Laura”, me dije. Nada malo puede pasarte, al contrario. Todo va salir de diez. Y a la aventura me lancé.
El Cerro de la Cruz pertenece al cordón montañoso denominado Sierra de Velasco. Desde la ciudad de La Rioja se lo puede apreciar decorado por decenas de parapentes volando sobre él. Tiene 1.200 metros de altura y desde allí se puede disfrutar una de las vistas panorámicas más lindas de la ciudad.
Me contacté con quien es el capo de capos en lo que a estas actividades respecta. El gran Hugo Ávila del complejo Águila Blanca, hombre en el que debería depositar toda mi confianza. Y realmente no es para nada difícil hacerlo. Hugo transmite paz en cada palabra. Explica el vuelo y todo lo que sucederá, con mucha calma y seguridad destacable.
Camino al cerro, el paisaje me serenó y deslumbró. A medida que se asciende la naturaleza exacerba su belleza, casi como a manera de bienvenida. Nos detuvimos unos minutos a contemplar desde lo alto el Dique Los Sauces. Faltaba menos…
Al llegar no éramos pocos. Un grupo de 20 hombres con sus correspondientes equipos, ya estaban preparando todo para su jornada de vuelos. Pero las caras de alegría se transformaron (sobre todo la mía) cuando Hugo les explicó que no había mucho tiempo para volar: un viento zonda a 60 km/h venía desde San Juan y llegaría pronto con su nube de tierra. ¿Será que no puedo volar? ¿Será una señal del destino? ¿Y si abandono ahora? Después de todo, esa era una excusa bastante coherente. El clima no ayudaba y para qué forzar las cosas, ¿no? Otra vez las excusas de mi cobarde miedo. Opté por no escuchar a mi inquietante mente y dejar que las cosas sucedan, como tenían que suceder.
Camino al cerro, el paisaje me serenó y deslumbró. A medida que se asciende la naturaleza exacerba su belleza, casi como a manera de bienvenida. Nos detuvimos unos minutos a contemplar desde lo alto el Dique Los Sauces. Faltaba menos…
Hice lo que cualquier jugador de fútbol profesional hace antes de un partido determinante: un reconocimiento de la cancha. En este caso, de la pista. ¿A ver hacia dónde me lanzo a volar? ¿Será tan alto? Me acerqué al precipicio para comprobarlo. Efectivamente. ¡Altísimo! Me quedé contemplando la inmensidad y aunque la naturaleza siempre me conecta con la paz, debo confesar que no podía calmar a mi corazón. Latía a mil por hora y la adrenalina ya estaba invadiendo todo mi cuerpo.
Por suerte los preparativos fueron cortos. Hugo armó rápidamente la vela, la desplegó en la pista y dejó todo listo porque que seríamos los primeros en volar. Me explicó lo que yo tenía que hacer. No era mucho, no era difícil, pero me concentré tanto como si me estuvieran explicando la ley de conservación de átomos. Mi función simplemente era correr hacia el precipicio hasta que estemos volando y Hugo me indicaría el momento de sentarme en esa especie de mochila/silla/arnés. ¡Entendido mi capitán!
Había llegado el momento. Concentración máxima. ¿Latidos? Millones por segundo. ¿Miedo? Demasiado. ¿Nivel de arrepentimiento? Ninguno. Entonces no había marcha atrás.
El corazón a mil. Las piernas tensas pero algo temblorosas. La mente concentrada y asustada, sin muchos pensamientos de aliento. No hay vuelta atrás. No ahora. Ya estoy a punto de hacerlo, no pienso claudicar en esto. Correr, correr, correr y…El viento en la cara, el nudo en la panza, los pies que cuelgan. Ya está. Respiro y disfruto porque ya está. Estoy acá, nada tengo bajo control, salvo mi mente. La uso a mi favor. Respiro. Abro los brazos y vuelo. Vuelo y nada más. Vuelo y nada menos. Estaba en el aire. Sin piso que me sostuviera. Sin control de nada. Sin escapatoria.
Todo cambió en cuestión de segundos. Se transformó el miedo en sorpresa, en obnubilación. Ya estaba volando y nada mal podía pasarme. Es indescriptible la sensación de liviandad que experimenté. Abrí los brazos, solté todo el miedo y disfruté. Pude sentir el viento en mi cara, la inmensidad de las montañas y hasta una conexión distinta con la naturaleza. Me sentí parte de ella como nunca antes. Y fui feliz. Pasando por alto cualquier otro sentimiento, yo fui feliz.
El vuelo duró diez minutos. Los vientos no ayudaron para poder hacer un vuelo más largo, pero fueron suaves y amables para que yo pueda disfrutar la aventura. Aterrizamos en una explanada de tierra. Ahí nuevamente tuve que correr. Fue sencillo. Y lo que siguió fue la emoción. El cuerpo que tan tenso había estado, dio lugar a las lágrimas de alegría y relajo. Todo había salido bien.
A veces lo desconocido suele darnos miedo. Experiencias nuevas llegan a paralizarnos. Y al atravesarlas, reconocemos lo valioso de ese aprendizaje. Yo jamás pensé que podía lograr volar en parapente. Jamás creí ser capaz de animarme a vivir semejante aventura. Miedo a correr al vacío, a la inmensidad de las alturas.
Animarse para mí es crecer. Animarme fue cortar los hilos y dejarme fluir. ¡Fue saltar! ¡Soltar! En el aire puse sentirlo: una conexión distinta y nueva con el universo y conmigo misma. Estuve ahí. Estuve presente. Confié y me dejé llevar.
Cuando nos liberamos de las limitaciones, cuando confiamos y soltamos, la vida nos envuelve, nos transforma y nos protege. Saltar es soltar, volar es vivir.
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Gracias Hugo Ávila y Complejo Águila Blanca por el vuelo e instrucción. Apoyo moral: Julio Ludueña y la “Gringa”
[…] Para REVISTA RANDOM Texto LAURA GIOVANETTI […]