Siempre supimos que había algo en el espacio para nosotros, sin dudas nuestro futuro, tal vez alguna de las brillantes promesas de la ciencia ficción. Aun así fueron pocas las veces que estiramos las manos para alcanzar ese destino.
No me confundan, se bien que las misiones espaciales cuentan con buen número en su haber y que es mucho lo que el ser humano en su conjunto ha avanzado sobre este territorio inhóspito y sideral. Aun así los esfuerzos han sido espaciados, difíciles, costosos y en general vedados a agencias públicas, contraladas por gobiernos.
Esto está cambiando desde la creación de empresas como Space X o Blue Origin y especialmente desde los éxitos y fracasos de la primera. Es el lanzamiento de la aventura privada, el empresario visionario con el poder y el dinero para hacer del viaje espacial un negocio rentable. No voy a ponerme aquí en defensor del capitalismo, pero han sido las empresas privadas y el rédito económico el motor de la aventura, el descubrimiento y el avance tecnológico (sí, también de los abusos, el colonialismo y las guerras más cruentas).
Queda en manos de personas como Elon Musk, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg (los futuristas, los techno-gurúes), resolver cómo es que vamos a interactuar con el especio en el futuro. Ya lo dijo la NASA, si la exploración especial pretende continuar, necesitan apoyo privado. Esa cooperación concluyó este febrero con el lanzamiento del Heavy Falcon, el cohete de transporte pesado más potente en actividad (el más poderoso fue el Saturn V, hoy extinto), capaz de transportar hasta 67 toneladas al espacio.
Esto significa mayor tráfico de materiales y mayor presencia nuestra allí donde no hay nada más que esporádicas partículas.
De aquí en más se puede hablar del regreso del hombre a la Luna, la construcción de megaestructuras orbitales o, como prefiere Musk, colonizar Marte en 20 años. Un grupo de (ya no tan jóvenes) empresarios acaba de abrir una puerta en la exploración espacial. Sea esto bueno o malo lo sabremos pronto.