El período azul de Pablo Picasso empezó con un pistoletazo. Cuando el artista malagueño llegó a París por primera vez, era un adolescente polilla que acudía hipnotizado a la incandescencia de la ciudad luz. Era ya una talentosa promesa de la pintura con una buena formación y el concejo de su padre, un paisajista amante de los clásicos.
Pero París era una bestia totalmente distinta. En las últimas dos décadas del siglo XIX había conseguido transformarse en la cuna de los movimientos rupturistas de lo clásico como el Impresionismo y el post-impresionismo y se volvería hasta el advenimiento de la globalización masmediática, en el centro neurálgico de la cultura. Todo artista que buscaba la gloria debía pasar por las mandíbulas de la ciudad; pero luego de tentarlos con todo tipo de placeres, París se comía crudos a los pibes y los escupía pobres, raquíticos y tuberculosos de vuelta a su hogar.
Pablo Picasso no llegó solo a su primera aventura parisina, lo acompañó su mejor amigo y compañero de formación, Carlos Casagemas, un muchacho de clase media de Cataluña, admirador como Pablo de los trágicos maestros del pos impresionismo. Como ellos, los dos jóvenes terminaron habitando entre los tugurios, las galerías y los estudios de Montmartre y Montparnasse, que a esa altura ya se había armado como una telaraña diseñada para facilitar y al mismo tiempo explotar hasta la última moneda las vidas de los jóvenes bohemios que caían en sus garras.
Era el 1900, la llegada de una nueva generación de promesas a la ciudad y, entre otros, Picasso y Casagemas trabaron amistad con Modigliani, Gris, Max Jacob y Pallarés. En esos frenéticos días de aprender y sobrevivir como sea, Casagemas conoció y se enamoró de Germaine Gargallo, modelo y bailarina del Moulin Rouge. Comenzaron una relación formal, pero el provinciano Casagemas no estaba preparado espiritualmente para el estilo de amor libre y adicciones que profesaba Gargallo y, más pronto que tarde, la joven amenazó con abandonarlo. Despechado, Casagemas cayó rápidamente en una depresión tan miserable que el propio Picasso lo llevó de vuelta a Barcelona para recuperarlo.
De regreso en París, una noche helada de febrero de 1901, Casagemas pasó a buscar a Gargallo y le rogó por otra oportunidad. Fastidiada, la joven aceptó acompañarlo al Café Hippodrome, donde se reunieron con Manuel Pallerés y Manolo Hugué, pero solo para poner punto final. Los ruegos y las declaraciones de amor desesperadas de Casagenas devinieron en una fuerte pelea que terminó cuando el catalán saco una pistola y le disparó a la modelo que cayó bajo la mesa. El disparo había errado, pero Casagenas jamás lo sabría. Se llevó la pistola a la cien y disparó de nuevo.
Su muerte fue para Picasso un momento de increíble dolor y culpa. También inauguraría el período azul de sus pinturas, en las que ese color dominaría sus cuadros casi por completo: el “azul noche de los inframundos egipcios” analizaría luego Carl Jung. El español pintaría no menos de tres versiones del entierro de Casagemas y lo incluiría en la obra cumbre de esta etapa, La Vie, que ilustra esta nota. Allí se ve a dos figuras contrapuestas. Por un lado a un cadavérico Carlos Casagemas, con una postura casi religiosa, como un lázaro resucitado para predicar sobre el dolor y la pena. Lo abraza una figura femenina, acaso Gargallo, confundiéndose con él, absorbiéndole la vida. Frente a ellos una madre sosteniendo a su hijo, la referencia casi obligada a la virgen de la piedad, pero también a la madre que sobreprotege.
EN CIERTO MODO ESTE CUADRO ES UN ESPEJO PARA EL PROPIO AUTOR. LAS EXPERIENCIAS PROPIAS DE PICASSO SE MEZCLAN CON EL DESTINO DE CASAGEMAS A QUIEN PARECE QUERER CONFUNDIR CONSIGO MISMO.
En cierto modo este cuadro es un espejo para el propio autor. Las experiencias propias de Picasso se mezclan con el destino de Casagemas a quien parece querer confundir consigo mismo. El pintor pierde la noción de su propia identidad en este cuadro de una manera simbólica: se supo luego que antes de pintar el rostro de su amigo muerto, había intentado un autorretrato sobre esa figura pálida. Pero también nos sugiere un momento muy real en la vida de Picasso que intenta convertirse en Casagemas: empieza a trabajar en su estudio, se viste con su ropa y hasta se vuelve amante de Germaine Gargallo, quien posaría en varias de sus obras, tal vez incluso en esta.
Tras unos años, Pablo Picasso lograría exorcizar la esquizofrenia y seguiría su camino más maduro rumbo al cubismo, la militancia ideológica y su icónica imagen de macho mujeriego. Dejando en esos azules al cadáver del adolescente pueblerino, inocente, perdido entre las luces, el alcohol y las mujeres, como una polilla revoloteando en las farolas.