UNA MIRADA AMOROSA AL PASADO / UNA MIRADA ESPERANZADA AL FUTURO
Llega el final de un año. Un recorrido en el calendario que cumple un ciclo y pasa de página. Llega el momento de cerrar etapas, lo que pasó, pasó y lo que vendrá…vendrá. Muchos son los que escapan a los balances de fin de año. Siguen la inercia, sin detenerse en evaluar tanto. Otros, prefieren hacer un análisis exhaustivo de lo sucedido y cómo se dieron las cosas en cada aspecto de la vida.
Y otros simplemente etiquetan al año que pasó: muy bueno, regular, malo, o un año para el olvido (por no decir de mier…)
Yo creo en los balances. Tal vez no creo necesario entrar en cada detalle, ni revolver demasiado lo pasado, pero sí considero superador, hacer una revisión. Aunque sea mentalmente, en unas horas de paz, mate en mano, café en mano, mirando los árboles, el cielo, con la mente lo más quieta posible y en conexión con nuestra ser. Creo que todos los años son buenos. A veces el tiempo hará que entendamos por qué sucedió lo que sucedió y por qué no se dio lo que tanto ansiabamos. Todo llega en el momento exacto, en el orden adecuado y en el lugar indicado.
Creo que podemos resignificar nuestro año, reviendo lo que no estuvo tan bueno. Pensando en nuestra responsabilidad como protagonistas de nuestra vida, en cada una de las cosas que nos sucedieron. Lo bueno y lo malo, ¿existe realmente? Cuando un acontecimiento, un estado de ánimo, una enfermedad llegan a nuestra vida, somos nosotros los únicos capaces de entender las experiencias como desafíos para ubicarnos en el humilde lugar de aprendices, recalculando el camino, adaptándonos a los cambios y sintonizando con los progresos mentales, espirituales y corporales que hay que encarar. Cuando dejamos de ver las cosas bajo el filtro malo-bueno, las circunstancias adquieren una liviandad absoluta.
Entonces te propongo que hagas tu balance teniendo esto en mente. Sin quejas, sin juicios, siendo protagonista. Pudo haber sido un año “fácil”, pero sin crecimiento ni desarrollo personal. Pudo haber sido un año “difícil”, pero lleno de desafíos inimaginables, que te nutrieron y convirtieron en una nueva persona.
Momento de calma y respiración profunda. Momento de recoger los huesos, cantar encima de ellos y hacer renacer lo que haga falta, lo que subyace en lo profundo y mantenemos bloqueado, para que no asome ni un poquito, por si nos desconfigura. Y llega un momento en que justamente lo mejor, sería desconfigurarse, para volver a armarse.
La “revisión” del año acontecido, bien podría ser una primera fase del ritual de fin de año. La segunda fase, está orientada a la construcción de lo nuevo. A la puesta en marcha. La planificación del año venidero, nos garantizará un orden, un recorrido preestablecido que nos marcará un rumbo al que seguir. Siempre habrá que poner una pizca de flexibilidad, una pizca de dejarse fluir, una pizca de maniobras repentinas, como para que el viaje sea liviano y realmente enriquecedor. Plantearse metas es bueno por donde se lo mire. Ser inflexible en el camino hacia las mismas, es ser necio y testarudo. Entonces habrá que marcar un mapa de ruta que sea sustentable, motivador, inspirador y flexible. Que nos llene de energía para encarar lo nuevo, no importa si ya lo intentamos mil veces, esta vez puede ser la definitiva. Esta vez puede ser un sí. Dicen por ahí que la esperanza es lo último que se pierde. No la perdamos, y a la vez, activemos los mecanismos que jamás activamos, porque si no cambio la manera de hacer las cosas, siempre será el mismo resultado obtenido.
En resumen. Que el balance de fin de año sea un acontecimiento de meditación con uno mismo, un momento de calma para mirar lo sucedido con amor, tolerancia y entendimiento. Al mismo tiempo, que sea el puntapié inicial para encarar lo nuevo y construirlo con decisión y entusiasmo.