Con el objetivo de contar la historia de la La Fée Électricité, algo así como el hada o el espíritu de la electricidad, El pintor art deco francés Raoul Dufy mezcla magistralmente el mito y las alegorías con la pericia histórica en esta poco conocida obra maestra.
En esta obra maestra Raoul Dufy genera a primera vista una impresión que puede resumirse en “Guau”. Como a Fernand Léger y Robert Delaunay, entre otros, a Dufy se le encomendó un enorme fresco para Exposición Internacional de París de 1937. En su caso, el encargo fue para la ligeramente curva pared de entrada al pabellón “de la Lumière et de l’Électricité” construido por Robert Mallet-Stevens en el Campo de Marte. El resultado es una inmensa pintura de 10x60mts que se retuerce y envuelve al espectador en una seda de colores y una narrativa que dejan boquiabiertos.
El mural posee el estilo característico de Dufy: dibujos caligráficos de trazo veloz sobre un fondo brillante y ligeramente bañado de color que le dan un aire vibrante y placentero. Los encomenderos le dieron al artista un cheque en blanco para la obra (únicamente las dimensiones del pabellón y la temática) y se dice que Dufy se inspiró en las obras bucólicas clásicas, pero actualizando las ideas epicúreas de la progresión de la naturaleza a la progresión de la tecnología.
El mural posee el estilo característico de Dufy: dibujos caligráficos de trazo veloz sobre un fondo brillante y ligeramente bañado de color que le dan un aire vibrante y placentero.
El artista termina creando una especie de “Templo de la electricidad” que en este caso es una central eléctrica, que se ubica en el centro del mural, mientras arriba resplandecen rayos eléctricos lanzados por el mismísimo Zeus, quien preside el panteón de los dioses clásicos. A ambos lados (el mural debe leerse de derecha a izquierda y en dos niveles), se muestras lo avances de la ciencia, desde la matemática a la bombilla.
En los paneles de abajo, como solían construirse los cuadros religiosos del catolicísmo, se reúnen a ambos lados los inventores y científicos vinculados a esta tecnología en la izquierda, y a la derecha los filósofos de todos los tiempos, básicamente una loa a la ciencia y el progreso profanos. En total 110 retratos con sus nombres individuales a su lado.
A medida que la historia de la ciencia avanza se va relatando por diferentes colores: la antigüedad está denotada por brillantes amarillos y verdes y la coloración se vuelve más fría. Las primeras fábricas se ubican entre un rojo y el acerado azul de la industria moderna. La escena final es una explosión iridiscente de color, la culminación de las maravillas tecnológicas que asombraban en los años 30: cine, radio, aviones, el clímax, como en una orquesta, de esta fiesta de lo moderno.
Su método de trabajo fue pensado para que pudiera rendir un obra enorme en poco tiempo (solo tardó 10 meses) y utilizó un químico especial para darle a la pintura un efecto transparente, como de acuarela, pero esa simplicidad terminaron escondiendo la innovación técnica que requirió y el proceso de investigación y trabajo duro del autor (se sabe hoy que pintó los modelos desnudos y luego los “vistió”).
La mirada festiva de Dufy sobre los avances tecnológicos puede parecer exageradamente inocente pero aún es posible entenderla por el espíritu de la época, esa sensación heredada del siglo XIX de que la ciencia y la tecnología solo podían velar por el progreso del mundo, a pesar de los horrores de la primera guerra mundial. Una visión que se perdería por completo con las marchas mecanizadas de los nazis por Europa y la caída de las bombas nucleares en Japón.
El gigantesco mural fue donado al Museo de Arte Moderno de París donde se puede ver desde 1964.-