El nuevo film de Alfonso Cuarón, que se llevó el Oscar a mejor película extranjera y mejor dirección, nos muestra una historia profundamente personal que marca la vuelta del director mexicano a su mejor forma.
Cuando hace unos doce años las carreras de Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu llegaban a un auge en Hollywood, nunca dejé de pensar cuán cómodo parecían estar Iñárritu y Del Toro en ese ambiente de ciencia ficción y dramas rebuscados y qué incómodo Cuarón. El mejor Cuarón, en mi opinión, es el que habla de México de una manera íntima y personal, y no porque películas como The Children of Men sean malas; ocurre que “Y A Tu Mamá También” y ahora “Roma”, son mejores.
Roma, la última película del director, acompaña una nueva tendencia de la super plataforma de stream Netflix: apostar a los grandes directores. Es la mejor Película en esta empresa acostumbrada al cholulaje o los experimentos arriesgados, pero en esta ocasión acertó en grande. Resulta que este puede ser el maridaje perfecto entre el cine de autor y la difusión masiva.
Por lo pronto, Roma es también una de las mejores películas -tal vez la mejor- de su autor. Basada en sus propios recuerdos de la infancia creciendo en una familia de clase media en el barrio conocido como ¨Colonia Roma¨ en el DF mexicano, durante los años 70´s.
La película se centra en el personaje de Cleo, la empleada doméstica de la familia y todo el film puede leerse como un homenaje a esta mujer que parece haber tenido un impacto enorme en la infancia del director -¿tal vez el hijo menor?-. Cuarón es severo al recordar a su clase social pero no hay una denuncia: las clases sociales están bien delimitadas y cumplen sus roles separados pero no hay escenas de discriminación brutal o tremendas injusticias sociales. Los pobres comen y festejan por separado pero bajo el techo de los patrones, quienes los escuchan y ayudan.
En cambio, Cuarón está más interesado en mostrar las pequeñas violencias propias de cada clase o incluso compartidas: embarazos adolescentes, divorcios, machismo. Los pobres tienen problemas de pobres, la clase media tiene problemas de clase media, pero en lugar de contrastar unos y otros, el director –y guionista- decide tirar puentes que se traducen en el cariño mutuo entre la familia y Cleo.
Esta concatenación de micro-agresiones se rompe durante una escena central en que una inesperada “gran” violencia se desata en medio de la superficialidad de la vida de los protagonistas. El momento es súbito y arrastra el resto de la secuencia de manera magistral hasta su conclusión desoladora aunque anunciada -sin demasiado disimulo- en una escena anterior.
Estos pequeños simbolismos están desperdigados por toda la película y no son muy difíciles de leer, como cuando se nos introduce al padre con un plano detalle del logo de una corona en el paragolpes del auto –“¡acá llega el rey!”-, mientras al mismo tiempo, otro plano detalle nos muestra cuántos cigarrillos se va fumando.
Técnicamente la película abunda en los planos secuencia que tanto le gustan a Cuarón, solo que en este caso suelen ser más breves que en Los Hijos de los Hombres o Gravity. El movimiento lateral constante de la cámara por los espacios y la falta de primeros planos en los rostros de los personajes conspiran para dar esta sensación de estar viendo el recuerdo de una persona. Un recuerdo que fluye sobre una cinta.
La película posee una fotografía increíble, con algunas escenas que podrían ser enmarcadas y pasar por pinturas, un gran contraste con la historia personal y simple que están contando.
Roma es, en resumen, una pintura de la vida, vista por los ojos de una empleada doméstica en un barrio de clase media. Podría ocurrir hoy en día tanto como en 1971, fuertemente anclada en la realidad pero permitiéndose coquetear con el absurdo felinesco aquí o allá. Es también una historia familiar entre personajes que no necesariamente comparten sangre pero cuyas vidas están irremediablemente entrelazadas.-