“…La persiana fue bajada por última vez un domingo por la noche, no podía ser otro día más melancólico e inexpresivo. Una cuadrilla de operarios desembarcó una mañana y un par de días después ni cascotes quedaron de la antigua construcción.
En otros casos alcanzó apenas con una llave, una cadena y un simple candado para ponerle un bozal a las anécdotas, exageraciones y las vueltas para todos. El panorama pintaba desolador, cuasi apocalíptico. Así y todo no presagiaba un final. Muy por el contrario. Nadie jamás podrá cerrar el último bar…”, escribe el autor, Franco Colamarino (o Marino cuando se cansa que escriban mal su apellido), habitual colaborador de Revista Random que presenta en noviembre su primer libro de cuentos que tiene al bar como sagrado epicentro. Acá su testimonio…
Cuando tenía seis o siete años cerró “El filtro”, el bar de José Germondari que estaba a escasos metros de mi casa. Esa fue la primera vez que me preocupó la cuestión. Con el tiempo, las noticias que llegaban de Buenos Aires confirmaban el cierre de reductos emblemáticos o maquillajes de los mismos para devenir en resto-bares, pubs u otro tipo de establecimientos.
Algo similar ocurría en otros puntos geográficos. Los bares -conocidos también como cafés- comenzaban a menguar tanto en las grandes ciudades como en las pequeñas poblaciones que -tras el cierre del ferrocarril- pasaban a ser locaciones vacías. Entonces me dije:
“en algún momento de mi vida tengo que ocuparme del asunto”.
Demás está decir que no hice nada. Mientras los de Greenpeace hacían unos quilombos bárbaros y se ponían en pelotas para salvar a las ballenas y el planeta entero, yo no movía ni un pelo para tratar de frenar la oleada de cierres de bares y/o lugares donde los parroquianos hablaban al cuete. Tal vez por cobardía o porque en nada aportaría mi desnudez, hice –como muchos compatriotas con otros asuntos- la plancha sin agua.
Mucho tiempo después, cuando ya era padre de familia y en las ciudades había “drugstores”, “WIFI”, “pubs”, “Krusty Burgers” y muchas conversaciones se dirimían rápido, ya sea en chats o en formato exprés, en los despachos eficaces e iluminados de las estaciones de servicio, vino un amigo a contarme que estaba por hacer una ruta del ferné por el interior. Me quedé enmudecido. De pronto, me vino como una energía, como si mi mano hubiera sufrido la descarga de un magiclick que me despertaba.
-¿Salir a hacer una ruta del ferné por los bares?- le pregunté.
-Ni más ni menos –me contestó Fontana.
Segundos después me imaginé que eso había que documentarlo. Que era necesario registrarlo porque no sólo no habían podido acabar con el último bar, sino que otros resistían como puchero al sushi. El destino nos cruzó con otro amigo (el turco Ramé) y salimos de recorrida. Le pusimos nombre: “Los Caminos del vermú” y lo llevamos a la televisión. Aún en internet se pueden encontrar algunas evidencias. Nos dieron un tiempo de aire pero después la cosa quedó ahí. Vino una propuesta de mayor difusión pero suponía cambiar a algunos jugadores y lógicamente no avanzamos. Fundamos la Confederación Mundial del Vermú pero la personería jurídica quedó enmarañada entre platitos con daditos de mortadela, queso y sifones de soda.
Cuando hace algunos años empezaron a fluir algunos relatos, varios de ellos tenían al Bar como protagonista. La espina del vermú estaba clavada. Después de realizar centenares de entrevistas para gráfica y radio, desde un rincón celestial me llegó el primer cuento. Se trataba de un homenaje al admirado Negro Fontanarrosa, el que convirtió en literatura los encuentros de Bar. Quizás, alguna anécdota sea una especie de “la salada” –esa feria gigante de mercadería- del ilustre rosarino. Una imitación de menor calidad como ocurre en tantas ramas de la creación.
Paradójicamente, al tiempo que empezaba a escribir dejaba de frecuentar los escasos bares y las reuniones con amigos que tanto pregonaba. Sin quererlo ni buscarlo, al igual que los poetas o los músicos que dicen que salen mejores versos cuando “la mina se pianta”, cuando se marcha el amor y queda el vacío de la tristeza, yo me quedé sin mi vermú, sin mis charlas al pedo. No es que escribí mejor, pero lo hice sufriendo la ausencia del encuentro. Así fui recordando conversaciones, rostros, personajes enteros o simplemente una frase. Entonces desde ahí volví al bar. Con una llave mágica regresé incluso a varios que habían cerrado.
En el “Bar” están prohibidas las conversaciones profundas, aclaro de entrada. Los asistentes jamás nos propondremos buscar el origen del ser ni mucho menos. Tampoco se permiten las diatribas políticas y religiosas, sabemos que las mismas conllevan a enfrentamientos innecesarios. Los personajes de carne y hueso expuestos en el libro, frecuentan los pocos “Bares” que van quedando en nuestro país. Tal es así, que la portada del libro es un claro ejemplo. Gracias a la generosidad del talentoso fotógrafo Guillaume Corpart Muller, expongo la imagen de un bar del extranjero, como un llamado de atención sobre nuestro patrimonio al que poco tenemos en cuenta. Lo curioso es que este bar -o “cantina” como se llama en México- en el presente no existe más. Estaba ubicado en un edificio de patrimonio histórico en el DF que fue retomado para remodelación en el 2008 y no se volvió a abrir. O sea que el problema es universal.
El actor Coco Sily, que escribió uno de los prólogos de este libro “Cuentos de Bar…” se pregunta:
“¿Y si el universo se creó en un bar? ¿Por qué no pensar a Dios sentado en una mesa al lado de un billar craneando la creación del universo? Creo que es muy posible que esto sucediera ya que el bar es un espacio donde la mente se relaja y aparecen los estados creativos más profundos. Estos estados creativos pueden servir para mucho o no servir para nada. ¡Y eso está muy bien!”.
Cuando uno acude al bar en calidad de escucha, debe estar muy atento a las ponencias de los personajes: son existencias en constante tensión entre lo trascendental y la más absoluta insignificancia. Es que ellos tienen la posibilidad de mostrarse en toda su ambigua dimensión, permitiendo el origen de múltiples connotaciones y derivaciones ocasionales que pueden llevarnos a las más profundas emociones.
Por otro lado, en el bar se construyen lazos afectivos que perdurarán toda la vida. Como cuenta el humorista Cacho Buenaventura en el epílogo de este libro: “El bar es un rincón donde tuve la posibilidad de elegir parientes. A mis amigos los convertí en familia”. Cacho es un claro ejemplo de persistencia evolutiva (la foto en estas páginas lo atestigua), ya que asiste semanalmente a dos reductos con amigos como son el bar “El Pelado” en Córdoba y el buffet del Club de Pesca de Carlos Paz. Cacho es un emblema del genoma cordobés y espero pronto publicar una crónica sobre estas noches legendarias.
Como alternativa al bar, el periodista Horacio Pagani en el epílogo propone juntadas con amigos o conocidos de distinto calibre para no perder la costumbre de reunirse. Él le encontró la vuelta al hecho de ausentarse justificadamente para salir de su casa.
A esta altura, las lectoras supondrán que es un libro machista o de lectura varonil. Pues se equivocan. En algún punto, algunos relatos poseen panfletos feministas incorporados al descuido. Se encuentran además histerias, contradicciones varias, ansiedades, fobias, discriminaciones, cobardías y varias imperfecciones que poseemos los que nos decimos hombres. La mujer podrá espiar el comportamiento de algunos especímenes o certificar si tiene uno de ellos en su cama.
Gracias a la gentileza del Director de Random, cuya promesa queda aquí impresa en estas últimas líneas, estaremos sorteando algunos ejemplares en las redes sociales de la revista y en una flamante web que se avecina. Estén atentos y hagan lo que sea necesario: desnudos o lo que fuere con tal que no cierren el bar.
Fotos: [email protected] y gentileza Facu A. Mollard